Esta tarde de principios de junio toca peluquería. Mi madre nos ha dejado a mi hermano y a mí sentados en el interior mientras ella va a Luciano, el ultramarinos de la propia plaza a comprar algunas cosas; después irá a Juanita a por la leche.

Texto y foto . Miguel Paniagua Sánchez
27 de abril de 2025

Desde el interior, sentados en el sofá de la peluquería, volviendo la cabeza, podemos ver la plaza de Coímbra bajo el sol de la tarde de finales de primavera. Hemos vuelto del colegio hace apenas media hora y algunos chavales ya juegan al tacón, otros a dola y hay un grupito tirado por el suelo preparando una meta, el circuito de tierra por el que correrán veloces las chapas, preparadas con fotografías de los ciclistas del momento. Cinco niñas están saltando a la goma con una destreza y velocidad a la que nunca he sido capaz de aproximarme.

Durante un rato, mi hermano y yo estaremos enfrascados leyendo los tebeos de “Hazañas Bélicas” y “El sargento Gorila”, en los que al frente de una pequeña patrulla, Gorila acabará con la resistencia de los japoneses y alcanzará sus objetivos.

Si el peluquero tarda mucho en atendernos, aún nos dará tiempo a repasar las últimas aventuras del guerrero íbero El Jabato, disfrutar de los puñetazos de su compañero Taurus, de la belleza aún irrelevante para mí de su novia Claudia y de la horrible música de la lira de Fideo de Mileto. Una de las mejores cosas de ir a cortarse el pelo son los tebeos de “Hazañas Bélicas” que hay sobre la mesita delante del sofá de la peluquería.

Por otra parte, a mí me llaman la atención los frascos de “Floid”, loción para después del afeitado, con la imagen de la cara sonriente de un señor al que un frasco esparce unas gotas de ese mejunje sobre su cara y una mano la acaricia.
De cuando en cuando se escuchan las voces de las madres que llaman a sus hijos desde el balcón de casa para que suban a por la merienda o para decirles por enésima vez que no se arrastren por el suelo que van a destrozar los pantalones.
Incluso cuando estamos sentados frente al espejo y las tijeras van y vienen contra nuestras cabezas, podemos ver reflejada la calle y la impaciencia por salir nos va invadiendo. Cuando el peluquero termina de raparnos, la prominencia de las orejas de nuestra estirpe se muestra en todo su esplendor. Y salimos a la calle.

Salir a la calle es el “leit motiv” fundamental en la vida de los niños de Carabanchel de mediados de los años sesenta del siglo XX. Salir a la calle significa muchas cosas. Significa tierra, sol, juegos, peleas, barro, sangre en las rodillas; significa peones, comba, patines, brechas, balones, canicas. Significa amistad y libertad. Libertad para llenar una pistola de agua en el charco de un alcorque y además de usarla para mojar la cabeza de un compañero de juegos, beber algún trago de cuando en cuando; estimulante su sabor cenagoso y metálico. Libertad para robar una patata del saco que Luciano tiene en la puerta de su tienda y hacer una hoguera en el descampado para asarla. Libertad para pasar miedo cuando los chicos malos del barrio la toman contigo; y los días regulares, cuando esos chicos malos te dan una paliza, levantarte del suelo sin una lágrima y poniendo cara de aquí no ha pasado nada.

Y vuelta a correr con tus amigos y a jugar a policías y ladrones con Javi, Tatín, Jose, Alberto, mientras mi hermana salta a la goma con Maite y Beatriz, las gemelas, con Elena, con Miriam, con Lupita.

En los soportales de la plaza de Coímbra, además de la tienda de Luciano y la peluquería también hay un bar, el bar de Crispín. Y una tienda de televisión dónde reparan las primeras teles del barrio y puedes comprar una antena de cuernos si se estropea la tuya.

También hay, junto a la peluquería, una escuelita que se llama Dosa quién sabe por qué. Pero lo que más nos gusta a los niños del barrio es el puesto de chuches. En realidad no se llama puesto de chuches, es simplemente “el puesto”. En el puesto puedes comprar sobres sorpresa con soldaditos, 10 sacis por una peseta, un paracaídas o un cartucho de cartón lleno de polvo de algarroba. Extraño sabor el de la algarroba, seco y dulzón y que te hará toser si lo engulles demasiado rápido. Curiosamente, no mucho tiempo después, las algarrobas quedaron restringidas a servir exclusivamente como alimentación para el ganado.

Justo delante de los soportales pasan los coches. Hay muy pocos coches en Carabanchel y por eso nuestras madres nos dejan salir a la calle sin preocupación. Aunque la plaza no es muy grande, a nosotros nos parece un mundo. Nuestra zona habitual de juegos suele ceñirse a la mitad del mundo más cercana a nuestro portal y aunque a veces vamos al otro extremo no nos sentimos demasiado seguros; por allí suelen andar algunos chicos que no son de los nuestros.

Cuando avance la primavera y las tardes se hagan eternas, comenzarán algunos rituales del barrio en los que no participaremos, que nos producen miedo pero que nos atraerán tanto que seremos incapaces de pasarlos por alto y nos acercaremos lo suficiente para ver y demasiado poco para vernos afectados. Son las dreas.

Una drea o pedrea consiste en que grupos de chicos de otras zonas, más mayores que nosotros, especialmente de la Colonia Velázquez, vengan a pelearse a pedradas con otros chicos también más mayores de nuestro barrio. Habrá gritos y brechas y sangre y a veces, alguno de los contendientes terminará en Don Daniel, médico del barrio que tendrá que poner algunas grapas en la cabeza del afectado. Otro día nosotros emularemos esas batallas con piedrecitas del tamaño de un garbanzo y nos sentiremos valientes y decididos como El Jabato.

En el barrio han empezado a construir lo que dicen que será un parque al otro lado de “la pista”. La pista es el descampado-vertedero longitudinal de un par de kilómetros que corre paralelo a la Vía Lusitana, donde hacemos las hogueras para asar patatas de Luciano. También en la pista encontramos todo tipo de objetos interesantes, clavos oxidados, piezas de lavadora, cubiertas viejas de ruedas de coche, respaldos de sillas rotas, frascos de medicinas de la farmacia que nosotros vaciamos de medicamentos y utilizamos para encerrar insectos. En realidad no sé bien qué es un parque.

Yo conozco el parque de El Retiro dónde a veces me lleva mi tía abuela a jugar, pero no puede ser que construyan algo así en mi barrio. Nosotros tenemos las plazas, la de Coímbra y la de Setúbal y no veo la necesidad de hacer algo más grande al otro lado de la pista. Parque Sur lo llamamos, no sé por qué, aunque tiene un nombre largo que no me produce el menor interés recordar.

Yo no soy consciente, claro, pero mi infancia está siendo extremadamente feliz.

Mi padre trabaja todo el día en varios sitios y excepto los sábados por la tarde y los domingos le veo muy poco. Mi madre trabaja todo el día en casa y la veo continuamente. Mis hermanos y yo jugamos, vamos al colegio, nos peleamos y salimos a la calle.

La tarde ha avanzado y mi hermano, mi hermana y yo escuchamos la voz de nuestra madre llamándonos a gritos desde el balcón. ¡A cenar!

Remoloneamos haciendo como que no la hemos escuchado intentando apurar los últimos segundos del día. Un último lanzamiento de peón, una última entrada a la comba, una última subida al abeto de la plaza. Cuando se repite la llamada ya no somos capaces de escaquearnos. Subimos a casa, ponemos la mesa y nos sentamos a cenar.
Es lunes y tenemos croquetas del cocido de la mañana.

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